Del realismo sin renuncia al pragmatismo de los acuerdos:
Acuerdos para el Chile del Mañana.1
Por Sergio Muñoz R.
Dentro de poco se cumplirán 30 años del triunfo del NO en el plebiscito de 1988, momento en el que cristalizó el esfuerzo por abrir un camino pacífico para poner fin a la dictadura. Nunca valoraremos lo suficiente la lucidez de los líderes de las fuerzas antidictatoriales en aquella coyuntura, con Patricio Aylwin a la cabeza, quienes aprovecharon el espacio abierto por la legalidad del régimen para dar una batalla política que hizo retroceder el miedo y sumó fuerzas suficientes para derrotar a Pinochet ante los ojos del mundo. Fue entonces que los mandos de las fuerzas armadas entendieron que debían favorecer el tránsito del país hacia la democracia sin nuevos desgarramientos.
El primer gobierno democrático reconstruyó el tejido social de las libertades, abrió paso a la verdad y la justicia en materia de derechos humanos, alentó la reconciliación nacional, fomentó el diálogo entre los antiguos adversarios y, ciertamente, se comprometió con el crecimiento económico y la inclusión social. Fue la matriz de la Concertación, que aportó 20 años de un enorme progreso a nuestro país.
Para que eso fuera posible, las fuerzas concertacionistas actuaron de un modo que demostró que habían aprendido ciertas lecciones del pasado. En particular, la DC y las corrientes socialistas se distanciaron de los criterios sobre el cambio social que habían defendido en la campaña presidencial de 1970. En aquella época, el debate estaba marcado por la competencia entre las tesis y programas de superación del capitalismo: desde el proyecto del socialismo según las pautas de la izquierda marxista, representado por Salvador Allende, hasta la llamada vía no capitalista de desarrollo o socialismo comunitario, representado por Radomiro Tomic.
Lo que hizo la Concertación fue asimilar los fundamentos de la economía de mercado como vía real de progreso lo que, entre otras cosas, implicó no ceder a la tentación de reestatizar las empresas públicas que había privatizado la dictadura con malas artes. Se trataba de estimular la inversión privada, no de desalentarla, y generar así una corriente de confianza dentro y fuera de Chile. Esa definición fue uno de los mayores aciertos estratégicos del gobierno del presidente Aylwin.
Así, creció la economía y se pudieron atender algunas de las necesidades sociales más urgentes. La transición podría haber enfrentado dificultades insalvables si el primer gobierno democrático no hubiera tenido éxito en el ámbito económico-social. El compromiso de aquella centroizquierda con la economía de mercado permitió establecer un consenso sobre el camino que Chile debía recorrer para avanzar hacia el desarrollo. El diálogo con los sectores más flexibles de la derecha posibilitó avanzar en las regulaciones antimonopolios, a favor de la libre competencia y la protección de los derechos laborales. Fue crucial la asociación público-privada en áreas tan fundamentales como la modernización de la infraestructura. Si recordamos, esto es porque Chile avanzó de una manera específica, que es lo que algunos olvidaron en los años recientes hasta el punto de hacer suyas las consignas anticapitalistas que emborrachan la perdiz.
A los jóvenes les cuesta hacerse una idea de las dificultades que Chile enfrentaba en 1990 y todo lo que hubo que hacer para llegar al punto en que nos encontramos. Es comprensible. Nacieron en condiciones de libertad y crecieron en un país pujante, que no por casualidad se puso a la cabeza de América Latina. Han surgido nuevas necesidades, muchas de ellas relacionadas con la irrupción de una extensa clase media. Pero el asunto es no perder de vista que el camino probadamente exitoso es potenciar la iniciativa privada, el dinamismo del mercado y, al mismo tiempo, asegurar que el Estado sea un agente eficaz de la inclusión social. La experiencia demuestra que la vía del progreso es la articulación de las políticas pro-mercado y pro-solidaridad.
Las incoherencias del gobierno de la Nueva Mayoría se explican por las discrepancias de fondo que hubo en su seno respecto de cómo entender el progreso y la reducción de la desigualdad. Las marchas y contramarchas fueron la consecuencia de que esta coalición haya sido, en realidad, una alianza contra natura entre quienes habían participado en la fructífera experiencia concertacionista, que hizo dar un gran salto a Chile, y quienes querían demostrar que ese camino había sido equivocado, la transición una componenda y los gobiernos concertacionistas encarnación del neoliberalismo. Bachelet enterró a la Concertación, y con ello los presupuestos políticos del realismo y las reformas graduales, para abrirle paso a otra cosa, de diseño precario y supuestamente más avanzada.
No era otra cosa que el resurgimiento de las supersticiones del izquierdismo tradicional, que sigue viendo a los empresarios como enemigos del pueblo, desconfía de la sociedad civil y rinde culto al Estado controlador. Aunque el gobierno anterior consiguió logros sectoriales, como la política energética, el balance global fue muy deficitario e hizo perder tiempo y recursos al país con iniciativas invertebradas como las educacionales o simplemente extravagantes como el llamado proceso constituyente. Si las políticas de la Nueva Mayoría no causaron mayor daño fue porque el país había progresado sólidamente en las décadas anteriores y porque, seamos justos, hubo personas que batallaron dentro del gobierno para evitar perjuicios mayores.
No queda sino reconocer que la inclinación demagógica es parte del paisaje. Un ejemplo de ello lo dan hoy quienes piden nacionalizar SQM o, como propone el Partido Socialista, “crear una empresa pública para la explotación del litio”, lo que significa ni más ni menos que hacer tabla rasa de los compromisos suscritos por el Estado en un área sensible de la economía y respecto de una empresa en la que se han integrado capitales extranjeros. Es la típica forma de actuar del aprendiz de brujo, al que no le importan mayormente las consecuencias de soltar a los espíritus.
Una línea genuinamente progresista no debe vacilar en cuanto a la necesidad de alentar la inversión privada y el emprendimiento, favorecer el clima de negocios, potenciar la competitividad internacional de las empresas chilenas, asuntos todos sobre los cuales abundan los complejos en el mundo de la centroizquierda, y no digamos en la izquierda arcaica, que los identifica con la ideología que hay que combatir con retroexcavadoras.
No puede haber dudas respecto de la forma de generar riqueza, porque si ello ocurre mucha gente cree que la provee la Divina Providencia y solo queda decidir en qué gastarla. Por supuesto que el puro funcionamiento del mercado no lo resuelve todo, y sabemos que ello puede conducir a una forma de reduccionismo que deja fuera todo lo demás. El factor decisivo es la cultura de la libertad, el ejercicio de las libertades, el régimen democrático en constante perfeccionamiento. Se trata, además, de asegurar que la economía funcione de un modo que sirva al interés colectivo, lo que implica que las empresas cumplan con las leyes.
El apoyo sin dobleces a los fundamentos del libre mercado debe ir de la mano con la definición de políticas públicas que aseguren que los frutos del crecimiento lleguen a todos. El Estado democrático debe proteger a quienes necesitan protección, debe focalizar los recursos en las necesidades principales, las cuales no suelen ser las de quienes más desfilan.
No estaba en los libros de nadie que un gobierno de derecha diera un sello social a su gestión. Es meritorio que el presidente Piñera haya propuesto materializar acuerdos nacionales sobre la infancia, la delincuencia y el narcotráfico, la paz en La Araucanía, la modernización del Estado y, según sus palabras, “una cirugía mayor del sistema de salud”. Ello responde bien a las urgencias principales a las que habría que agregar una reforma previsional que debería mejorar las bajas pensiones que reciben miles de compatriotas, lo cual exigirá un aporte específico del Estado. El mandatario convocó también a una comisión pluralista sobre Desarrollo Integral, en la que participan cuatro ex ministros de la Concertación, y la comisión “Todos al aula”, que preside Mariana Aylwin, orientada a reducir la burocracia y mejorar la calidad de la enseñanza.
Todo esto desconcierta a quienes desearían tener al frente un gobierno retrógrado y enemigo de los cambios, al que fuera más fácil combatir. Es lo que salta a la vista en la actitud de los dirigentes del Partido Socialista, que rechazaron participar en las comisiones presidenciales y hasta las han desautorizado y criticado a militantes como Manuel Marfán y Gloria de la Fuente, quienes aceptaron colaborar. Hay que felicitar y apoyar a todos los que, por encima de las mezquindades, han estado dispuestos a entregar su aporte en las comisiones presidenciales.
Es obvio que la búsqueda de acuerdos no hace desaparecer las diferencias ni anula la competencia política. Sería ingenuo creer que habrá plena coincidencia en todos los asuntos que se debaten. Los desacuerdos son parte de la vida en democracia, pero también lo son los compromisos. Si hoy existe una oportunidad de favorecer la convergencia con vistas a dar mejores respuestas a los problemas del país, sería absurdo desaprovecharla. Se equivocan quienes creen que la mayoría de los ciudadanos aplaudirá a quienes se marginan de este esfuerzo. Por cierto, habrá que evaluar los resultados de las comisiones y bregar para que los eventuales acuerdos se traduzcan en políticas eficaces.
Tiene una enorme trascendencia el debate sobre la modernización del Estado, el cual será una tarea de largo alcance. Lo primero es hacer una resonancia magnética al conjunto del aparato estatal, a todos los servicios públicos y a todas las empresas del Estado, con el fin de revisar la racionalidad y el rendimiento de la misión que cumplen. Se necesita aclarar cuentas, combatir el dispendio, frenar la malversación y castigar el robo. Lo ocurrido en el Ejército y en Carabineros reveló cuánto daño ha causado la falta de control de las instituciones armadas por parte de los diversos gobiernos que, en los hechos, aceptaron la autarquía y por ende la impunidad. Por esto y mucho más, lo realista es no seguir inventando nuevas funciones ni nuevas estructuras del Estado. Ya sería un avance que atendiera bien sus actuales obligaciones.
El país se verá beneficiado si en esta etapa prospera un clima de diálogo, que ayude a definir políticas que trasciendan los gobiernos e iluminen la acción del Estado por un tiempo largo. Si, junto al crecimiento económico y la creación de empleos, se producen avances tangibles en el mejoramiento de la salud pública, la construcción de un sólido sistema de educación preescolar, la elevación de las bajas pensiones y el reforzamiento de la seguridad ciudadana, ellos serán logros nacionales y habrá que celebrarlos.
Se ha desajustado el mapa político con la llegada de un gobierno que parece dispuesto a cuestionar los esquemas acerca de dónde están los progresistas y dónde los conservadores. Esto confunde a quienes necesitan que haya dos bloques enfrentados en toda la línea. Con la cabeza puesta en la elección municipal y eventualmente de gobernadores regionales que nadie sabe qué atribuciones tendrán, algunos hacen cálculos sobre cómo juntar todos los votos opositores. ¿Y juntarlos para qué? hay que preguntar. ¿Para defender qué causa? No parece importar gran cosa.
El declive de la Democracia Cristiana tiene que ver precisamente con el hecho de que, en un momento, sacrificó cosas esenciales por salvar una cuota de poder. Si el viejo dicho aconsejaba “más vale solo que mal acompañado”, la DC lo modificó por “más vale mal acompañados que solos”. Bueno, allí están los resultados. Por supuesto que no se trata de exaltar la soledad, sino de constatar que la unidad por mera conveniencia, desprovista de reales coincidencias, es fuente de muchas confusiones. Otro partido, el PPD, que en un momento fue una opción de talante socialdemócrata, ha pagado caro los devaneos de querer ser la izquierda de la izquierda.
Hoy se requiere que todas las fuerzas políticas, las antiguas y las que van emergiendo, precisen ante el país lo que son y lo que quieren representar. En ese contexto, hay un espacio para quienes aspiran a constituir una corriente de centro reformista, opuesta a los populismos de izquierda y derecha, que no tenga complejos antimercado y procure ser el cauce de expresión de los amplios sectores medios que desean estabilidad y cambios bien pensados. Una corriente que defienda los derechos humanos en todas partes, que luche por elevar la calidad de la política y mejorar el régimen democrático.
Existe una tensión inevitable entre la lógica con que funcionan los partidos, que aspiran a captar adherentes y a extender su influencia, para lo cual necesitan diferenciarse, y la exigencia de pensar en el país y el interés colectivo, para lo cual hay que estar dispuestos a cruzar la vereda para dialogar y pactar. Chile avanzará en la medida en que prevalezca la voluntad de construir sobre lo que existe, de mejorar lo que tenemos. Parece un objetivo modesto, pero es el más exigente porque se opone a la construcción de castillos en el aire.
La democracia liberal supone un acuerdo sobre los procedimientos que garantizan la diversidad y la alternancia en el poder. En consecuencia, ningún sector puede imponer cambios irreversibles al conjunto de la sociedad, que es la compulsión de los partidarios de las diversas variantes de ingeniería social que suelen entusiasmar a los jóvenes, pero también a los viejos que quieren volver a ser jóvenes. Esa perspectiva es incompatible con la indeterminación de la política, que se funda en la primacía de la libertad.
Ciertos dirigentes partidarios especulan hoy sobre coaliciones y pactos, con la mirada puesta en la próxima elección. Llegará naturalmente el momento de la competencia, pero Chile debe atender ahora mismo diversos problemas; en primer lugar, las condiciones de pobreza y la vida precaria de miles de chilenos e inmigrantes. El país no puede extraviar nuevamente la ruta, ni perder el tiempo en proyectos dudosos. Para ello, hay que combatir la mala política, saturada hoy de banalidad y oportunismo.
Necesitamos potenciar la capacidad laboriosa e innovadora que hay en la sociedad lo cual trasciende las filiaciones. Por eso, más allá de los alineamientos partidistas, que seguirán presentes, la coalición más beneficiosa para Chile debería ser “la coalición de los sensatos”, o sea el entendimiento transversal de todos los que están convencidos de las virtudes del diálogo democrático y de la exigencia de actuar con sentido nacional.