La gratuidad puede ser inequitativa1
Por Mauricio Olavarría G.2
La política que establece la gratuidad para los estudiantes de la educación superior ha sido promovida como una política pública basada en el principio de igualdad y que, como consecuencia, generaría mayores niveles de equidad en la sociedad chilena3. Un examen detallado de sus preceptos y alcances muestra, sin embargo, que la señalada política, en los hechos, apunta en una dirección contraria a sus declarados objetivos, generando así mayores niveles de inequidad social.
Acerca de los alumnos universitarios.
El costo de la educación superior consistía en un insignificante pago de matrícula hasta 1978, lo que en el hecho implicaba gratuidad universal. La cobertura a la época era bastante limitada. En 1950, 11.000 personas estudiaban en las universidades chilenas, 25.000 en 1960, 78.000 en 1970 (Cousiño 2001) y 118.978 en 1980, cifra esta última que representaba un 7,48% de la cohorte de 18 a 24 años de edad (Bernasconi y Rojas 2003). Entre ellos escaseaban los jóvenes pertenecientes de familias de bajos ingresos. Sobre esto Aníbal Palma (2004) señala que “una encuesta de 1962, que [el Presidente] Allende citó en varias ocasiones, mostraba que el 98% del alumnado de la Universidad de Chile, principal plantel de enseñanza superior en el país, pertenecía a las clases altas, solamente el 2% eran hijos de obreros y no se registraba entre sus estudiantes ningún hijo de campesino”.
Es decir, la política de gratuidad universitaria fue, en el hecho, un subsidio estatal a los sectores más acomodados de la sociedad chilena, para que formaran e incrementaran su capital humano, lo que luego les permitiría mantener sus posiciones de privilegio en la economía, política y diversos ámbitos sociales.
Al año 2014, la matrícula universitaria era de 709.854 alumnos, de los cuales 26,56% estudiaba en una universidad estatal, 20,42% lo hacía en una universidad no estatal del CRUCH y 53,02% en una universidad privada (MINEDUC 2015: 53). Adicionalmente, 357.575 estudiaban en un Instituto Profesional y 147.984 en un CFT, totalizando 1.215.413 alumnos en la educación superior.
Tabla 1. Cobertura bruta de superior por ingreso autónomo per cápita del hogar, 1990 – 2013.
Fuente: CASEN 1990 y 2013.
Datos de la encuesta CASEN muestran que entre 1990 y 2013 (Tabla 1) se produce un ritmo de incorporación más acelerado de los segmentos de menores ingresos a la educación superior respecto de los sectores más acomodados. No obstante, a 2013 casi la totalidad de los jóvenes del quintil más rico asiste a la educación superior, en contraposición a sólo un tercio de los jóvenes más pobres.
Ingresos de los titulados.
Gráfico 1. Ingresos según años de escolaridad 2013.
Fuente: CASEN 2013
Por otro lado, datos del Gráfico 1 muestran que las personas con educación universitaria completa (17 años), en promedio, triplican el ingreso de aquellos que tienen licencia secundaria y que quienes han logrado completar un postgrado (20 o más años de escolaridad), en promedio, sextuplican los ingresos de los que sólo han logrado finalizar cuarto medio.
Adicionalmente, una encuesta efectuada a 746 titulados de la promoción 2013 de diversas carreras de la Universidad de Santiago de Chile, muestra que, en promedio, el ingreso per cápita del hogar luego de un año de la titulación se incrementa en 60% respecto del ingreso per cápita del hogar al momento en que esa persona rindió la PSU. La misma encuesta muestra que el ingreso del primer empleo – a un año de la titulación en la Universidad de Santiago – es, en promedio, un 34,26% superior al ingreso que tenía el hogar de origen de esa persona al momento de rendir la PSU (USACH 2016).
En resumen, lo que la evidencia muestra es que quienes acceden a la educación universitaria pertenecen desproporcionadamente a los segmentos de mayores ingresos y que quienes alcanzan un título universitario – de pre o postgrado – alcanzan ingresos tres o seis veces superiores a quienes solo logran terminar la educación media. Es decir, quienes acceden a la universidad son o serán los más ricos de la sociedad.
El costo de la gratuidad y usos alternativos.
El costo para el año 2016 de la gratuidad en la educación superior para los estudiantes pertenecientes al 50% de los hogares más pobres del país es de $536.620 millones. A ello se agregan $26.621 millones para becas de alimentación dadas a quienes cursen estudios en universidades del CRUCH, CFT e IP acreditados y sin fines de lucro, o en universidades privadas que cumplan criterios de acreditación y de cogobierno (Gobierno de Chile 2016: 7).
Luego de este primer paso, la Ex – Presidenta reafirmó “que habrá gratuidad universal” (El Mercurio 2016: C6). Las estimaciones de costo de la gratuidad universal varían. Salas et. al (2015) estiman que el costo anual de esta política, considerando solo a las universidades públicas, fluctuaría entre US$2.325,07 y US$3.349,9 millones, dependiendo de si, en el primer caso, se considera solo el arancel de referencia de las carreras o si, en el segundo caso, el cálculo recoge los aranceles efectivos. El mismo estudio afirma que en caso que las transferencias del Estado consideren solo los aranceles de referencias, la reducción en los ingresos por docencia de pregrado para las universidades estatales sería de 21,15%, para las tradicionales privadas sería del 23,86% y para las privadas sería del 37,2%.
Acción Educar (2015) estima el costo de la gratuidad universal de la educación superior en US$3.063 millones anuales. Basado en los aranceles de referencia de la Universidad de Chile e INACAP, Sergio Urzúa estimó que el costo incremental de la gratuidad para toda la educación superior sería de US$5.201 millones (El Mostrador 2014). Paredes (2014) estima que el costo bruto de la gratuidad en la educación superior variaría entre US$4.800 y US$8.050 millones de dólares. Manuel Agosín (2015), Decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, estima que el costo de proveer educación superior gratuita para los alumnos provenientes de hogares del 20% más rico del país cuesta US$1.500 millones al año.
En contraposición, a educación pre-escolar se asignaron $117.373 millones para construir nuevos jardines infantiles, $45.617 millones para ampliar la cobertura en 11.133 casos y otros $83.168 millones para mayores gastos operacionales de JUNJI e Integra (Gobierno de Chile 2016: 6). No obstante, no queda claro que este último gasto tenga un efecto directo y certero sobre los niños que asisten a los jardines infantiles.
Según CASEN 2013, la tasa neta de asistencia en pre-escolares de 0 a 3 años de edad es 28,4% y en el quintil más pobre alcanza a 24,4%, al año 2013. El 59,2% de los pre-escolares provenientes de hogares del quintil más pobre que asiste a educación pre-escolar lo hace a un establecimiento municipal, de la JUNJI o INTEGRA, el 55,7 y 41,8 de los menores del segundo y tercer quintil respectivamente asiste al mismo tipo de establecimiento pre-escolar (CASEN 2013).
Sobre el impacto de la educación pre-escolar, un estudio del MINEDUC expone que: “la evidencia indica que la estimulación temprana de calidad tiene efectos positivos incluso hasta la vida adulta y en ámbitos tan diversos como en la salud, en el desarrollo cognitivo, en el lenguaje y en el desarrollo socioemocional. Asimismo, permite ahorrar recursos a los países al disminuir la delincuencia y la necesidad de servicios estatales, entre varios otros” (MINEDUC 2014: 1).
En la misma línea de los usos alternativos de los recursos que implica la gratuidad de la educación superior, Agosín (2015: 10) anota que con los mismos recursos que se destinarían a la gratuidad de los jóvenes más ricos “se podría más que duplicar el aporte al sistema de salud y al fondo de pensiones de los hogares más modestos” para que ellos pudieran acceder a una mejor salud y mejores pensiones.
¿Racionalidad de la gratuidad?
Las inversiones en educación superior son altamente rentables para quien recibe esa educación. Anteriormente ya se ha señalado que quien completa su educación post-secundaria obtiene ingresos que, en promedio, triplican los de aquellos que solo alcanzan 4to Medio. Así, entonces, los beneficios que genera esta inversión son apropiados privadamente por el pequeño grupo que accede a la educación superior.
Si la inversión es hecha por el Estado, a través de políticas de gratuidad, implica que los beneficios de un esfuerzo social o comunitario son apropiados privadamente por este grupo privilegiado, sin necesidad de aportar o devolver nada a cambio del beneficio recibido.
La sección anterior ha mostrado algunos usos alternativos de los recursos orientados a financiar la gratuidad educación superior que generan mayor beneficio social, particularmente el de la educación pre-escolar.
Desde un punto de vista de la economía política, la política de gratuidad puede ser entendida como una concesión, ventaja, regalía o privilegio que la autoridad desea otorgar a este pequeño grupo. Por otro lado, la demanda por gratuidad en la educación superior puede ser entendida como la acción de un grupo de interés (o de presión) orientada a exigir que recursos públicos sean usados en su beneficio particular (obtener un título profesional y triplicar sus ingresos respecto de los que obtendrían solo con licencia secundaria), no obstante que esos recursos podrían generar mayor bienestar social de invertirse en otros ámbitos de política pública.
De este modo, lo que se configura es que la gratuidad en la educación superior es una política basada en una relación clientelista de la autoridad llamada a decidir sobre ella y el grupo de presión que la recibe. En ella la autoridad otorga este privilegio sin consideración respecto a si hay alternativas que generen mayor beneficio social, en la expectativa de que de ese modo logrará las simpatías, apoyo o el voto de quienes reciben esta concesión o ventaja.
Así entonces, la política de gratuidad en la educación superior nada tiene de socialista, comunitaria o solidaria, sino que puede ser entendida como el puro y desnudo juego de intereses egoístas: el de la autoridad por captar las simpatías y apoyo de aquel grupo con el que establece una relación de favoritismo y el del grupo que presiona por obtener regalías que, desde una perspectiva de las opciones que generan mayor beneficio social, no le correspondería.
Opciones de política pública.
¿Deben recibir ayuda los jóvenes provenientes de hogares de menores ingresos para acceder a la educación superior? Sí, porque con ello se refuerzan las capacidades de grupos desaventajados, se incentiva la movilidad social ascendente, se genera un acceso más equitativo al disfrute de los bienes sociales, se reducen las brechas de ingreso y se avanza a una sociedad más equitativa, integrada e inclusiva.
¿Debe ser una ayuda sin obligaciones? No, porque la ayuda que se les da a esos jóvenes es un esfuerzo colectivo y solidario que realiza la sociedad para permitir que los más desaventajados económicamente mejoren sus prospectos de bienestar. Dado que gracias a ese esfuerzo esos jóvenes alcanzarán, en promedio, ingresos que triplican a los que habrían obtenido de haber solo alcanzado licencia secundaria, entonces es lícito que ellos solidariamente devuelvan la ayuda para que otros, en el futuro, que estarán en su misma condición inicial, puedan también mejorar su prospecto de bienestar.
Se configura entonces una política pública de apoyo al acceso a la educación superior basada en un sistema de crédito estudiantil solidario, sustentado en la responsabilidad social de ayudar al que lo necesita y merece, pero también de responsabilidad individual del que recibe la ayuda, para cumplir con el objetivo para el que le fue otorgada la ayuda y retribuir el esfuerzo social, devolviendo la ayuda en el futuro para que otros también puedan acceder a ella. Ello a su vez permite que los recursos públicos sean invertidos en iniciativas que generan mayor beneficio social, como por ejemplo expandir la educación pre-escolar de calidad, reforzar la salud pública o mejorar las pensiones de los jubilados más pobres.
La evidencia muestra que la disponibilidad de crédito favorece el acceso a la educación superior, particularmente de los jóvenes de segmentos de menores ingresos (Olavarría y Allende 2013; De Elejalde y Ponce 2015). Las opciones de crédito a las que los jóvenes puedan acceder deben, sin embargo, cumplir con requisitos que eviten comprometer su bienestar futuro: debe tener un plazo acotado y razonable de devolución en el tiempo (diez a quince años), debe tener un periodo de gracia, debe ser contingentes al ingreso, debe tener una tasa de interés social baja, debe permitir el pre-pago y debe tener el aval del Estado. En sus inicios el Crédito con Aval del Estado (CAE) no cumplió con estas características y ello generó un agudo problema a quienes lo obtuvieron que tuvo que ser rectificado.
Se ha planteado que este tipo de ayuda no debería ser devuelta por quienes la reciben, pues sería el equivalente a un capital de riesgo que se invierte en actividades que no tienen retornos asegurados. Los recursos destinados a ayudas a quienes la necesitan y merecen para alcanzar formación post-secundarias no son inversiones especulativas, pues la educación no es un bien de consumo. La educación es un proceso que contribuye decisivamente a la expansión de capacidades humanas, las que “constituyen una parte importante de la libertad individual” (Sen, 2004).
La no devolución de los aportes otorgados en un esfuerzo colectivo, por un lado, rompe el círculo de solidaridad que este esfuerzo significa, pues obliga al Estado a sacar recursos de otros ámbitos que generan mayor bienestar social para destinarlos a que un grupo privilegiado se ubique entre los más ricos de la sociedad. Todo esto sin la obligación de retribuir a este esfuerzo colectivo. Por otro lado, relaja la responsabilidad de los favorecidos de cumplir con la meta de completar la formación en educación post-secundaria en tiempo, forma y en estándares de rendimiento. Desafortunadamente, la experiencia latinoamericana de la gratuidad universitaria muestra una excesiva demora en los plazos de culminación de los estudios y excesivos costos que ello significa para el Estado.
Corolario.
La evidencia expuesta en las páginas previas indica que la política de gratuidad en la educación superior favorece a quienes son o serán los más ricos de la sociedad. Esta política se centraría en una concepción de igualdad en el acceso, lo que llevaría a eliminar barreras de entrada en la que la capacidad de pago sería importante. No obstante, la evidencia muestra que una medida de este tipo asigna recursos públicos que generarán beneficios a un grupo, el cual lo apropiará para sí sin la obligación de generar ninguna retribución social concreta.
Ello se constituye en una inequidad pues se asignan aportes públicos a un grupo que goza o gozará de un mayor bienestar, aún sin la política de gratuidad, quitándoles esos recursos a otros grupos cuyo bienestar presente y futuro depende de manera determinante de ellos. Entre estos se ubican los ya anotados casos de niños(as) pobres cuyas posibilidades de inclusión social futura dependen en gran medida de las posibilidades de estimulación temprana que reciban en la educación pre-escolar, de las mujeres que desean incorporarse al ámbito laboral pero que la falta de acceso a salas cunas y/o jardines infantiles se les impide- Algo similar ocurre con los sectores pobres que no pueden acceder a una atención de salud oportuna y de calidad por carencia de recursos en el sistema público de salud o del caso de los ancianos que deben contentarse con pensiones muy bajas porque el pilar público solidario no dispone de mayores recursos públicos para incrementarlas a un nivel que les permita satisfacer sus necesidades más esenciales.
La gratuidad en la educación superior ya existió en Chile. El resultado fue que con recursos públicos se consolidó la situación de privilegio de quienes pudieron acceder a la educación superior, sin que tuvieran que devolver la ayuda. Hoy, la desigualdad de ingresos está asociada a los años de escolaridad de las personas.
Entonces, el análisis anterior muestra una situación paradojal: una política pública que es presentada como una acción en pro de la igualdad, pero que, en sí misma y por los efectos que genera, es fuertemente inequitativa y puede mantener o aumentar los grados de desigualdad que busca combatir.
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1.Este trabajo ha sido publicado en: Hugo Lavados M. y Ramón Berríos A., Compiladores. 2016. Políticas para el desarrollo universitario: principios y evidencias, pp. 287 – 300. Santiago, Chile: USS.
2.Profesor Titular de la Universidad de Santiago de Chile, Doctor en Políticas Públicas por la Universidad de Maryland at Collage Park, Estados Unidos, Magíster en Estudios Internacionales de la Universidad de Chile, Licenciado en Ciencias del Desarrollo por ILADES y Administrador Público por la Universidad de Chile. Consultor de EUROsociAL, Banco Mundial, BID, O.P.S. Editor para América Latina y el Caribe de la Global Encyclopedia of Public Administration, Public Policy and Governance. Sus investigaciones y docencia se concentran en Politicas Públicas, Crimen, Pobreza y Desigualdad.
3.La idea de igualdad en que funda esta política pública es que la eliminación de pago en el sistema educacional implicaría igualdad de trato y que ello traería mayor equidad en las oportunidades de movilidad social ascendente. El programa de gobierno de la Presidenta Bachelet señala: “El rol del Estado es lograr que el derecho a una educación de calidad no dependa de la capacidad de pago de las familias y que por lo tanto su nivel de ingreso o endeudamiento no determine el acceso a la educación y con ello su futuro … La educación superior debe ser un derecho social efectivo. Se establecerán garantías explícitas para los ciudadanos en materia de educación superior … Para cumplir con dichas garantías se requiere de un Estado activo tanto en la entrega directa de servicios educativos como en la estricta fiscalización de los oferentes, tarea a la que nos abocaremos con especial dedicación y premura” (Bachelet 2013: 17 y 20).
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